28 de julio de 2009

Querido primo, crecimos



Crecimos en el rencor de nuestra invalidez. Con el pecho colmado de ira, como si repentinamente, a la más mínima mirada o palabra, algo parecido a fuegos artificiales nos explotase dentro. Iluminados así, con los dulces destellos del recelo o acaso resentimiento, éramos capaces de las más altas atrocidades.
— ¡Ja!...ni vos te lo crees ¿De en serio? ¡Ah!...vamos, no mientas.
— No creas. No es necesario. Además tu incredulidad no me extraña en lo absoluto, digamos…te caracteriza. Pero aún así, lo que te cuento es tan verdad como vos y yo sentados en los asientos traseros de este automóvil, a esta hora, con el sol mañanero apuñalando de este modo el parabrisas; como la fugacidad de los árboles al borde de esta ruta; como el viento que ahora mismo entra por la ventanilla, da un par de vueltas bajo las butacas, y vuelve afuera, a la inmensidad del campo que vamos atravesando casi sin darnos cuenta...
— No sé, no sé...bah...puedo creerte, tal vez. ¿Tu madre haciendo eso con el abuelo? No es tan simple...
— ¡Shhhh! ¡Callate! Ese que maneja es mi papá, por si no te enteraste.
— Bueh...manejar lo que se dice manejar...A mí me parece más bien un zarandeo bobo. Decile algo, dale.
— Papá— ¿Qué pasa? ¿Qué querés?
— ¿Falta mucho para llegar?
— Sí, muchísimo, quédense ahí quietitos, y sin cuchichear... ¡mierda, déjenme escuchar la radio carajo!
— Papá...
— ¡¿Queeé?!
— ¿Te quedan muchas cervezas más?
— Sí, ¿y qué?
— El camión... ¡papá, el camión!
Odiaba cuando proponías jugar a los autitos chocadores y me embestías, distraída, por atrás, y yo terminaba de espaldas, suspirando, amándote y riendo a voz en cuello, mirando de reojo como las ruedas de mi silla seguían girando.Crecimos en el rencor de nuestra invalidez....Odiábamos tanto a los maratonistas, a los deportistas de cualquier tipo, a las bailarinas y a los trapecistas. Llevábamos a cuestas un dolor indecible, lo soportábamos a duras penas, apoyándonos el uno en el otro, nadie sabe, nadie sabe amor...Y a los dieciséis por fin decidiste desnudarte frente a mí. Y yo te imité, porque iba a seguirte hasta el final de nuestra amarga suerte.
Ahí estaban nuestra desgarrada desnudez, nuestras cicatrices y nuestros inútiles miembros. Todo abrasándose, fundiéndose y haciéndose una misma tragedia, en el oscuro frescor de tu cuarto.


de EL LIBRO DE K, dedicado, por supuesto a K

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